Colección de clásicos recontados

¿Una princesa que regala sal? ¿Un soldadito de plomo que se enamora?
¿Un patito que es dejado de lado? ¿Un chanchito que trabaja?
¿Una niña que se posa en casa ajena? ¿Un rey coqueto y vanidoso?

Hay historias que se han contado a lo largo del tiempo, en los más diversos lugares del mundo, y siguen teniendo vigencia. Esta colección se enfoca en la producción de libros ilustrados basados en relatos tradicionales, con la particularidad de tener una impronta visual muy importante, y de estar adaptados por escritores contemporáneos e ilustrados por talentosos artistas.

Los títulos adaptados son:

Los tres chanchitos / libro terminado!
Las tres hijas del rey
Ricitos de oro
El soldadito de plomo
El patito feo
El traje del emperador

Abajo hay fragmentos de los comienzos de cada uno de los cuentos.

Las tres hijas del rey

Autor anónimo
Adaptado por Laura Wittner

Había una vez un rey que ya había sido rey durante mucho tiempo. Estaba aburrido de mandar y cansado de tener que levantarse temprano para enterarse de todos los problemas de su reino. “Que reine algún otro”, pensó. “Siempre habrá quien quiera ser rey”.

El rey tenía tres hijas, tres princesas. Las reunió una mañana, les sirvió un rico té de frutillas y les dijo:

–Me voy del trono. Quiero dedicarme a mi huerta y mi jardín. ¿Qué les parece este tecito de frutillas? Lo hice yo mismo, con las frutillas de mi huerta.
–Muy rico –dijeron las princesas a coro, mirándose entre sí y haciendo muecas que querían decir: “¿Se volvió loco?”.
–Pero no teman, que a ustedes les dejaré toda mi fortuna. Yo solamente me quedo con cien caballeros bien dispuestos que quieran ayudarme en los cultivos. Eso sí: no pienso dividir mi tesoro en partes iguales. Se llevará más la que más me quiera. Tú, por ejemplo –dijo, señalando a su hija mayor–. ¿Cuánto me quieres?

La princesa se sobresaltó. ¿Qué clase de competencia era ésa? ¿Qué debía contestar?
¬–Papá... –balbuceó, mientras trataba de encontrar la mejor de las respuestas.
–¿Cuánto? –repitió el rey, esta vez en voz más alta y más severa.
–Hasta el cielo ida y vuelta ochenta veces. Más que a mí misma. Más que a mi colección de muñecas de porcelana. Más que a...
–¡Suficiente! –la interrumpió su padre, y pasó a la hermana del medio–. ¿Y tú?

El soldadito de plomo

Escrito por H. C. Andersen
Adaptado por Laura Wittner


Había una vez un soldadito de plomo que vivía dentro de una caja de madera en la vidriera de una gran juguetería, apilada con varias cajas más, todas iguales. Y todas llenas de soldaditos de plomo. Veinticinco soldaditos había en cada caja. Y todos igualitos entre sí: igual el uniforme, igual la bayoneta; la misma postura de firmes y, en la cara, la misma sonrisa valiente. Parecía que decían: “Estoy dispuesto a todo. Sáquenme de aquí y véanme en acción”.

Sin embargo, este soldadito del que hablamos sí tenía una diferencia: le faltaba una pierna.

–El fabricante se debe haber quedado sin plomo a último momento –explicaba el vendedor de la juguetería, y ofrecía la caja a menor precio, por traer un soldadito fallado.
–La llevo ¬–dijo un día un cliente–. La llevo para mi sobrino que cumple siete años. Es un chico muy bueno, y no va a molestarle que uno de los soldados tenga una pierna de menos.

El patito feo

Escrito por H. C. Andersen
Adaptado por Laura Wittner


Había una vez una granja donde vivían un granjero, una granjera y toda clase de animales: de cuatro patas, de dos, con pelos o con plumas; unos tenían cola larga, otros tenían pico; algunos tenían dientes y otros no. Estaban los que sabían correr y estaban los que sabían volar. Y no faltaban los que preferían nadar. En este grupo se encontraban un pato y una pata que habían decidido formar una familia. La Señora Pata empollaba los huevos desde hacía ya tanto que ni se acordaba cómo era estirar, justamente, las patas.

Una mañana, al levantarse, los animales de la granja sintieron que el aire estaba caliente y pesado. Ese día el pasto parecía más verde y más oscuro, y el cielo no era celeste sino azul.

–¡Verano, por fin! –gritaron a coro. Corriendo desde cuchas, cuevas y corrales, animales y animalitos llegaron hasta el estanque y... ¡al agua pato!

Al agua pato, pero no “pata”. La Señora Pata no podía dejar el nido. Sus patitos estaban por nacer. Desde lejos miraba la diversión, con ganas de que al menos alguna amiga pasara a visitarla. Con el cuá-cuá-cuá que todos conocemos, se puso a cantar una cancioncita suave. Fue entonces que se oyó el primer crak. Crak es el ruido que hace un huevo al partirse.

Ricitos de oro

Cuento anónimo atribuido a Robert Southey
Adaptado por Laura Wittner

Había una vez dos familias vecinas. Vivían muy cerca una de la otra, y sin embargo no se conocían. La familia de personas vivía justo a la entrada del bosque. Eran una mamá, un papá y una niña. La familia de osos vivía dentro del bosque, aunque muy cerca de la entrada. Eran una mamá, un papá y un osito.

La niña tenía rulos muy rubios, dorados casi, y por eso la llamaban Ricitos de Oro. (Porque “ricitos” es lo mismo que “rulitos”). A Ricitos de Oro no la dejaban ir sola al bosque. Cuando iba, iba con su mamá. Muchas veces cruzaban juntas el bosque para ir a la casa de su abuela. Pero la mamá no le soltaba la mano, y Ricitos se moría de ganas de salir a investigar. De andar suelta entre los árboles, que eran miles y muy altos, uno al ladito del otro; tanto, que había partes donde casi no entraba la luz. Lo que más curiosidad le daba era una casita coqueta que veían desde lejos camino a lo de la abuela. Cada vez que la veían, medio escondida entre los árboles, con sus paredes amarillas y sus cortinas bordadas, Ricitos empezaba:

El traje nuevo del emperador

Escrito por H. C. Andersen
Adaptado por Laura Wittner

Había una vez un pequeño pueblo lleno de problemas. Por ejemplo: si llovía dos días seguidos todo se inundaba y nadie –salvo los patos–, podía salir de su casa hasta que el agua bajara; si pasaba mucho tiempo sin llover, el agua de reserva se terminaba y todos –salvo los camellos– empezaban a tener mucha, mucha sed. Muy seguido llegaba de no se sabe dónde una bandada de loros alocados que se comían toda la fruta de los árboles. A veces se quedaban dormidos los despertadores, y nadie iba a la escuela ni al trabajo. Éstos eran solamente algunos de todos los problemas que tenía este pequeño pueblo. ¿Y por qué nadie los solucionaba? Porque el encargado de solucionarlos era un emperador muy vago y vanidoso que se pasaba el día frente al espejo, pensando en una sola cosa: qué ropa ponerse. Tenía cinco habitaciones repletas de ropa, desde el piso hasta el techo. Zapatos con punta redonda, con punta cuadrada y con punta puntuda; pantalones de verano y de invierno, de seda finita y de lana picosa; capas largas, capas cortas, capas con bordados y capas con pompones. De las coronas ni hablemos: más de cincuenta, cada una de un tono diferente de dorado.